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BIBLIOGRAFIA (clicar aquí)
Tutta la città ne parla. Cecilia Guida
patadas en la calle, jordi colomer
¡Únete! join Us! Pabellón español 57 Biennale di Venezia 2017
Compañía. (2014) ignasi Duarte (La, re, Mi, La)
Jordi Colomer, Heroes (para mexico) (2011) Martí Peran
En los tejados, hasta donde alcanza la vista (2011) entrevista con Andrea Cinel
Avenida Ixtapaluca (houses for mexico) (2009) Martí Peran
Habitar el decorado (2008) Jordi Colomer
Debout les morts (2008) François Piron
en la pampa (o lágrimas de Dostoievski en el desierto) (2008) Martí Peran
Anarquía-arquitecton (2008) Marie-Ange Brayer
Entrevista Habitar el decorado (2008) Marta Gili
Sucesos (2008) Jacinto Lageira
Otras estrellas (2008) Christine Van Assche
Estrellas fugaces (2005) Eduardo Mendoza
De Picasso a Pikachu (2005) William Jeffett
Anarchitekton. Habitar el decorado (2006) entrevista con David Benassayag
Reverso, instrucciones de uso (2003) Jean-Pierre Rehm
Las 'Gauloises Bleues' de Jordi Colomer (2003) Ramón Tio Bellido
Blindness and insight (ceguera y visión) (1998) entrevista con José Luis Brea
Un nombre fuera de lugar (1996) Jordi Colomer

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Las ‘Gauloises Bleues’ de Jordi Colomer
Ramon Tio Bellido
(catálogo ALGUNAS ESTRELLAS)


Hoy hará cinco o seis años que la obra de Jordi Colomer se compone esencialmente de montajes e instalaciones videográficas. En Noisy-le-Sec, Jordi mostró Fuegogratis y Anarchitekton. Unos vídeos distintos en apariencia, antonímicos y complementarios a la vez, tanto por sus contenidos como por los procesos rítmicos de las narraciones que van desarrollando. Sin anticiparme, digamos que hallé una carga narrativa metafórica bastante manifiesta en Fuegogratis, y una disrupción integral de esa misma oclusión narrativa en la otra propuesta. O, mejor dicho, y para dar mi valoración de forma aún más directa y transparente, me gustó sobremanera la ausencia, o disolución, de cualquier argumento anecdótico en Anarchitekton. Sé que me diréis que resulta bastante contradictorio, pues lo que muestra es un personaje que va paseando a lo largo de las líneas de un horizonte formado por aquellos inmuebles de hormigón de los años 70. Va agitando, enarbolándola, una maqueta, copia exacta de esa misma arquitectura más bien fea, que se inmiscuye entre algunas de aquellas torres como un clon virtual, o que se abstrae hasta desaparecer en ese paisaje encantador, según el ángulo y la distancia del punto de vista desde el cual se ve como va correteando el impetrante. 

¿Qué fue lo que tanto me sedujo de aquella aventura? Múltiples cosas, indudablemente, empezando por una relativa familiaridad entre esta gestualidad y el tipo de acción con los rituales de las manifestaciones callejeras y sus banderolas que se van agitando al ritmo de una coreografía inconsciente. Y también por la transgresión o la libertad que estos mismos desfiles autorizan, unos desfiles que, a fin de cuentas, independientemente de sus motivos, se parecen todos tanto por su faceta festiva y repetitiva como por la relativa inutilidad de su agitación testimonial. 

Tenía de tal forma en mente ese no-espectáculo –que es el mejor porque no diferencia el realizador del actor– que rememoré de golpe, de forma bastante asombrosa, la pasión que experimenté por una película que vi cuando era adolescente, aunque creo que en realidad no la acabé de entender realmente, pero donde la avalancha de no-relatos, de retirada de cualquier narratividad edificante sin principio ni final preadmitidos… ¡me habían provocado un arrebato de placer y reconciliado, aunque por muy poco, con el cine, que no es, ni mucho menos, mi “Séptimo Arte” favorito! Aquella película llevaba por título Les Gauloises bleues y fue, creo recordar, la única que acabó como director el crítico Michel Corneau, que no se ocultaba de querer emprender una lectura desconstructiva y “crítica” de la academización cinematográfica omnipotente; basándome en su pretexto, de alguna manera, he decidido emprender aquí este texto sobre la obra de Jordi Colomer. 

De Les Gauloises bleues, sólo recuerdo una corta escena que se desarrolla hacia la mitad del metraje, pero que podría situarse en cualquier extremo de la película. Se ve, pues, a Jean- Pierre Kalfon, que era entonces un joven actor vanguardista tipo “arte y ensayo”, entrando en una cocina donde, callada, se encuentra una joven. El tipo suelta sobre la mesa un montón de paquetes de Gauloises que sujetaba entre sus brazos y que, al amontonarse sobre el hule, provocan un ruido ensordecedor y metálico, como lo haría una grúa que va descargando coches para la chatarra en un desguace… Mirando aquella escena, se percibe muy pronto –por no decir de inmediato– que se trata de una ficción desmedida, acentuada y laboriosa; luego, se comprueba enseguida que tampoco resulta tan diferente de lo que ocurre a cada momento, en nuestra cotidianidad más banal, hecha de una infinidad de distinciones, de cosas insólitas, que hemos de ir continuamente recomponiendo, juntando, reajustando… La jugada de Les Gauloises bleues, a este respecto, era gigantesca, no tanto por el ruido incongruente –al fin y al cabo sólo era un ruido, identificable, además– como por la acción que se representaba, ese abocamiento, esa acumulación redoblándose de un montón a otro, primero llevado en brazos, transportado, y luego amontonado, apilado. Un acto de lo más humano a fin de cuentas, algo como la absurda representación de un trabajo que se transformaba entonces en labor o, mejor dicho, en obra. 

El énfasis inverosímil o la evidente sobrepuja que aquella escena podía evocar se sumía en la súbita convicción de que hubiera podido tratarse de nosotros; al realizar un acto tal, nos transformábamos entonces potencialmente en los actores de esas pamemas porque, en el fondo, todos nos prestamos a este tipo de constantes desviaciones, a menudo incluso sin saberlo. Mejor que Monsieur Jourdain , pues, la historia de Les Gauloises bleues nos transformaba en artistas/ actores, cuando, de facto, sólo éramos espectadores apalancados en las butacas de la sala de proyección. No evoco el espacio de la proyección por casualidad, aquella sala de espectáculos, tipo auditorio, que comparten el teatro, el cine y todas las artes escénicas, y que no es más que la adecuación en forma de “caja negra” de las gradas del circo o del estadio, tal como se instauró en el Renacimiento. 

Visión frontal, el escenario es una imagen plana –a pesar de su profundidad– donde se inscribe el grosor mimético de la perspectiva y de lo real. Tenemos claro que esta relación, en su necesidad instrumental, fue discutida y desconstruida por nuestras queridas vanguardias, pero resulta impresionante comprobar hasta qué punto se va imponiendo de nuevo en las relaciones incesantes y reiterativas entre las “artes plásticas” y las imágenes en movimiento. En los tratamientos que impone al espacio particular de la proyección y, por tanto, a las rupturas del asiento del “príncipe” en quien nos convertimos al ocuparlo según nuestro albedrío, Jordi Colomer insiste sobre la imposible disociación que representa la hibridación de las imágenes fijas y de las imágenes en movimiento; dicho de otra manera, insiste sobre la necesidad de continuar la puesta en marcha de una instalación ontológica, irreductible, que no pertenece, pese a todos los a priori semánticos al uso, al campo de la escenografía o, menos aún, al de la dramaturgia. Estas adecuaciones de espacios pertenecen de forma intrínseca a la categoría de lo visual, del dispositivo experimental que constituye la sintaxis plástica en su entidad, es decir, a un acontecimiento, no a un espectáculo. 

Si tuviéramos que comprobar el génesis del léxico artístico de Jordi Colomer, convendría recordar las primeras obras que mostró públicamente, donde usaba objetos diversos, más dispuestos que compuestos, con el firme criterio de juntarlos para producir una sensación de déjà-vu, de algo familiar y extraño a la vez. Luego, sobrevinieron las Pensées, Liraelastica, las Puces, Phrases y Opérettes. Unas propuestas que venían para confirmar la sensación de ver cómo se conformaba una actividad artística, un pensamiento reflexivo, que no ocultaba su necesidad de ampararse dialécticamente en un interrogante retroactivo. 

En el caso de Jordi, el paradigma reivindicado y perceptible en su misma evidencia, es el célebre modulor, de Le Corbusier, comentado e instrumentalizado con las enseñanzas fundadoras de la arquitectura moderna de Loos. O, ¿cómo negociar la quiebra utópica del modulor –que nunca actuó como trabazón estética en el marco de la arquitectura– y la contaminación de lo real por el valor del uso, por la experiencia de una práctica común, a pesar o a causa de sus mismas diferencias? 

Colomer alude al análisis del tatuaje en Loos, que define con esta práctica –o su abandono– la separación que el hombre moderno introduce entre el ornato y su uso. En efecto, de ahora en adelante, con la modernidad, la que predomina es la función, y la ornamentación sólo tiene como valor indicial una tentativa bastante desesperada de reconciliación con un estado original –natural– del cual estaríamos definitivamente divorciados. A partir de ahora, y para rematar esa cotidianidad y su banalidad tan apreciadas por las actuales prácticas, los objetos sólo pueden moverse simbólicamente en un estrecho margen, y su valor simbólico, o estético, sólo se hace evaluable 69 en los contextos en que se desarrollan y en las estelas operacionales que desencadenan. Efectivamente, en nuestra relación de hoy en día con los objetos o las imágenes, no cambia tanto la taxonomía como la disposición que les atribuimos. Los arquitectos de la era moderna preferían construir conchas funcionales, o racionales, pero lo más vacías posible, para que cada cual las agenciara a su gusto, en función de sus preferencias. 

En el fondo, con esta permisividad de lo privado, que construye su espacio propio de lo vivido y lo relacional, se instauró el interrogante sobre el espacio singular de la exposición, entre la neutralidad ficticia de la caja blanca y la superabundancia del entorno. En esta oscilación aparentemente antinómica, importa sobre todo fabricar un espacio, un lugar, lo suficientemente personalizado para que la localización y el uso que provoque se encarnen en su evidencia de carácter, antes que en su carácter de evidencia. Algo como una zona de vida, donde el espacio de libertad que nos dejan –o dan– se encuentra menos en la selección que se nos permite – ¿se puede realmente escoger un piso en tiempos del imperialismo de la oferta y la demanda?– que en los agenciamientos y la distribución de los indicios de nuestras propias actuaciones. 

A esta referencia explícita y reiterada a su constancia por la arquitectura –la formación de Jordi Colomer es, efectivamente, la de un arquitecto, y confiesa no haber pisado nunca una escuela de bellas artes– se añadirá muy pronto la de la escena y, más especialmente, del teatro. No cabe buscar solamente una lógica en la elección de este arte de la representación que encarna de forma más tangible lo vivido mediante la interpretación en directo de los actores, y lo ficcional/artificial mediante el despliegue de decorados y practicables; además, Jordi Colomer aduce su mayor interés por el ambiente de los bastidores, del backstage, donde se comprueba mejor la puesta en marcha y la construcción de las maquinarias y las intrigas que concluyen luego bajo las luces del escenario. Dicho de otra manera, su mirada y su relación con el teatro se constituyeron más como las de la experiencia cotidiana que uno puede vivir en un restaurante, un supermercado o un bar, que mediante la relación transaccional que nos obliga a permanecer en una situación de percepción y de apreciación que nos reduce, simples usuarios provistos de entradas a esos anfiteatros, a la condición de espectadores frente al escenario, pero, por supuesto, nunca dentro. 

Con otras palabras, digamos que ésta sería la única concesión de Jordi al escenario: que pueda transformarse en un lugar de acciones, intervenciones y experiencias como lo son una sala de juegos, un patio de recreo o esos espacios públicos donde algo se urde a la fuerza en la indeterminación que les es propia; lugares entre cruce, plaza o barbecho que, más que no- espacios son a-espacios donde hay que inventarlo todo, sin apenas reglas tangibles, pero donde algo se trasiega, pasa, desfila y relaciona inevitablemente. 

Por lo tanto, Jordi Colomer puede usar la locución “esculturas dilatadas” con una muy explícita lógica cuando se refiere a su trabajo actual. Se trata de un término bastante paradójico, primero, porque reivindica una práctica confusamente percibida como obsoleta o académica – la escultura–, y luego, porque semánticamente la dilatación remite, ciertamente, a una idea de movimiento, pero de un movimiento más bien difuso, incontrolable por lo que tiene de accidental. Lo que Jordi desea llamar así, creo, forma parte de la descripción muy material y operacional de su trabajo: ha de edificar un espacio de confrontaciones móviles. Mobiliario, pues, en todos los sentidos de la palabra: tanto lo que puede ser transportado o trasladado como lo que nos traslada y transporta. 

La primera realización de Jordi Colomer donde se planteó explícitamente esta dualidad y se desarrolló de forma verificable fue, sin lugar a dudas, su exposición Alta Comedia, en el espacio del Tinglado de Tarragona, en 1993. En el interior de aquella nave descomunal, construyó tres edículos de tal forma que, pese a que cada uno conservaba su propia autonomía, se aparejaban totalmente entre sí. El conjunto competía más al entorno que a la instalación –por no alejarnos de una nomenclatura artística– puesto que, a fin de cuentas, se traducía efectivamente por una conjunción de elementos agrupados, ordenados, que acababan delimitando nuestra conducta, nuestra deambulación, en resumen, los trazados, ciertamente diversos y múltiples, que debíamos seguir para ir de uno a otro, y viceversa, como en un recinto infranqueable. 

A la entrada de aquel edificio, uno podía girarse para comprobar que la pared interior estaba totalmente cubierta por una pintura de un color rosa bastante chillón y que, por encima, sujeto por una chincheta, había un bloc de croquis en cuya página visible estaba la cabeza de Pinocho –estilo Disney– dibujada con bolígrafo. Luego venían (sic) una especie de cabaña paralelipédica, en uno de cuyos lados se abría una puerta irremediablemente cerrada, a la cual (no) conducía una escalera de aglomerado compuesta de tres escalones; un tabique con apariencia de biombo, formado por gruesas placas de cristal donde se engastaban unas hojas de cartón basto, conjunto que estaba asentado sobre un zócalo hecho de cuñas de pino; finalmente, un practicable de madera, habitación rectangular sobrealzada y cerrada por tres lados, al cual se accedía mediante una escalera cuyo rellano no era más que la parte exterior del suelo. En el interior de aquella habitación se encontraban, bien arrinconados en uno de los ángulos, frascos de mermelada, paquetes de arroz y una botella de leche.

Pensándolo bien, uno recordaba entonces haber visto también zapatos de mujer y bombillas de 25 vatios en sus cajas, justo en el intersticio que había quedado vacante entre el suelo de la nave y la base del biombo de cristal. Aquellas cuatro obras eran deliberadamente distintas y disociables en la mente del artista, puesto que respondían a cuatro títulos precisos: Viva Pinocho, Noves Vacances, Gran com a casa y En escena, pero su disposición no tenía nada de fortuito y venía a instaurar un desarrollo, un relato tal vez, totalmente lógico y homogéneo. 

Ahora bien, cada uno tenía luego la opción de tejer o urdir su propia percepción ficcional del discurso pero, en cuanto a mí se refiere, prefiero atenerme a la observación de esta posibilidad sin seguir avanzando en su interpretación simbólica, subjetiva o sociológica, por ejemplo. Lo que aquí me interesa es la comprobación material y sensible que genera este tipo de dispositivo, y la potencia de inventario sugestivo que adquiere. Porque nos encontramos ante algo que roza voluntariamente la realidad, por su “concretud”, y que se desvía ostensiblemente de ella mediante los sutiles desplazamientos que se van operando. Si resulta ciertamente evidente que tal dispositivo posee un innegable carácter interactivo –hay que experimentarlo al menos físicamente para poder captar todos sus contenidos–, la naturaleza de los elementos referenciales que ofrece y la manera de agenciarlos se imponen como el logro de los prolegómenos de la constitución de un vocabulario, de un léxico, que asienta la identificación de las condiciones discursivas e interrogativas de las obras que Colomer emprendió posteriormente. De alguna manera, viene a ser la conjunción del censo de una colección de objetos/sujetos, tales como la presencia de esos indicios de lo cotidiano: las conservas alimentarias, las bombillas o los zapatos; los de los agrupamientos con visos arquitectónicos de mobiliario que Colomer utiliza desde hace tiempo y que aquí se enriquecen con la construcción de pseudoescenarios o de tarimas; su articulación, por fin, en una relación animada, mediante la introducción de un movimiento indispensable que va uniendo estos elementos unos con otros, e insisto aquí sobre la noción de animación, y no sobre la de narración que induciría a una lectura unívoca de lo desarrollado. 

Luego Jordi dio el salto, si puede decirse así, y empezó a producir obras en que resulta esencial la parte videográfica. De alguna manera, tenía que poner en escenaaquello que hasta entonces se ceñía a delimitar un escenario –un recinto– mediante sus esculturas/instalaciones. El paso de una práctica de “escultor/instalador” a “escultor/ videasta” se hizo con mucha retención programática: el artista no lo mencionó hasta que no estuvo acabada la primera de estas propuestas, ya que el artista estaba conscientísimo del envite y de la dificultad de su empresa, no tanto tal vez porque se le pudiera tildar de oportunista en un momento en que todo el mundo o, en todo caso, muchos se dedican al vídeo, sino por enfrentarse al peligro de hundirse en la imitación de un género exógeno, como pueden serlo las artes de la escena y del movimiento en general. Esta obra inicial, Simo, se presentó en el MACBA, en el espacio orgánicamente patatoíforme que Richard Meier juntó al ordenamiento más bien estricto y elegante del edificio. Se accedía a ella siguiendo un pasillo de tipo zigzag, para penetrar luego al interior de esta dependencia, y uno se daba cuenta de que el interior de aquella pared servía de pantalla. En la semioscuridad ambiental, se vislumbraba una hilera de sillas, todas distintas, colocadas contra la pared del fondo y, además, se podía comprobar que las paredes interiores estaban pintadas de un color rojo bastante intenso. Estos detalles, coincidentes en los dispositivos utilizados por Colomer, daban a la habitación un toque de gabinete muy particular, la convertíanen un espacio totalmente autónomo, un área aparte, que a la vez guiaba nuestros movimientos y desplazamientos hacia una meta bien definida: ir a sentarse. Y como todas las sillas eran diferentes, uno podía acabar creyendo que elegía la más cómoda, la de más diseño, la menos coja o, sencillamente, la más cercana…para darse cuenta, en un microinstante, que nos encontrábamos frente a la pantalla, a la proyección de vídeo, e inmersos en el sonido que la acompañaba. Imagen y sonido, ¡cine puro! Probable… Simo resulta ser una especie de ballet incesante, frenético, llevado a rajatabla por una actriz enana que acumula obsesivamente montones de cajas que se desbordan como muñecas rusas. Es una especie de escenografía histérica o alucinógena, a elegir, que se ciñe al ruedo delimitado por un practicable de tabiques que separan un espacio interno y externo. Se puede, claro está, interpretar hasta la saciedad el significado y las intenciones de tales desbordamientos, contenidos de hecho en un espacio cerrado, pero, por lo que a mí respecta, sólo retengo la potencialidad analógica de ese comercio nuestro con los objetos, su prensión y su gestión, su (in)utilidad y su necesidad, las cegueras comportamentales hacia las cuales nos abocan cuando nos empeñamos en archivarlos o conservarlos hasta el límite, aunque sin tener muy claro por qué ni cómo, salvo que nos estorban porque nos rodean en lo más cercano de nuestra cotidianidad. Aquí, en cualquier espacio donde nos construimos un lienzo de vida, edificamos una relación con el mundo –exterior– que es bastante desbordante en las plusvalías deliberadamente singulares que otorgamos a la distinción de nuestras (no)elecciones. 

Volvamos a Les Gauloises bleues…¿A qué jugamos de facto con el bobinado del entorno, que no es su comentario, sino sólo su transcripción? Respuesta, a modo de continuidad experimental, con la obra siguiente, ese Eldorado que muestra un ciego moviéndose en un espacio circular y contiguo, perseguido por el movimiento rotatorio de una cámara que ilumina la escena mediante fogonazos intermitentes, haciendo emerger aquí una pila de platos sobre una mesa, allí un despacho abarrotado de cachivaches, en resumen, un inventario continuo de objetos diversos e identificados. 

Esta preocupación por la construcción de un espacio propicio a la vez para la proyección de la imagen videográfica y para la implicación del “mirante” se ha comprobado en diversas ocasiones en el trabajo del artista y, para permanecer lo más cerca posible de lo que aquí nos concierne, dio lugar a cuatro invitaciones sucesivas, en el Centre d’Art du Creux de l’Enfer en Thiers, luego en el de la Ferme du Buisson en Noisiel, después en el Grand Café en Saint- Nazaire y, finalmente en la Galerie en Noisy-le-Sec. Para quedarnos en el territorio francés, cabría añadir su actual exposición en la Galerie Michel Rein en París y, la primavera pasada, su participación a una exposición colectiva en la Villa Arson, en Niza. 

Las dos exposiciones de Thiers y de la Ferme fueron bastante cercanas en cuanto a términos de contenidos, aunque bastante distintas en términos de continentes. Para ser breves, la adaptación a los dos lugares, magistralmente acertada, consistió en construir un espacio de circulación mediante la disposición de boxes unidos entre sí en la nave vacía de la fábrica del Creux de l’Enfer, y en desconstruir el aspecto de “casa privada” de la hilera de habitaciones distribuidas en varias plantas de la Ferme du Buisson. En ambos casos, y esto se comprueba seguidamente, los artificios usados por Colomer consisten, ni más ni menos, en llevarnos a una situación donde la materialización del dispositivo se hace evidente en su carácter de emparejamiento y utillaje, de manera que parecen indisociables. Conviene tanto pararse para ver la imagen desfilar por la pantalla, como posicionarse frente a ella, para después abstraerse o deshacerse de ella, mientras decidimos el punto de vista que adoptamos. Y, con bastante picardía, aunque sin sorpresa tampoco, el espectáculo se desarrolla entonces también en la sala, de alguna manera, cuando verificamos el comportamiento de los demás… Una tal implicación se desmultiplicó de forma bastante lógica con las obras, recientes, al menos en dos ocasiones, pero de manera diferente. 

En efecto, Les Jumelles y Les Villes funcionan con las proyecciones simultáneas de dos vídeos, presentados cara a cara, que van pidiendo al espectador/actor/”mirante” que se coloque en algún lugar –aunque no forzosamente en cualquier lugar– entre aquellas dos paredes de imágenes. Les Villes fueron presentadas en el Grand Café, en Saint-Nazaire, y luego en la Villa Arson; en cuanto a Les Jumelles, sólo las vi en Niza. En Saint-Nazaire, Jordi había construido un espacio paralelipédico bastante amplio, que venía a insertarse en la sala de la planta baja, de manera que el rectángulo en contacto con el suelo de aquella construcción pivotaba entre las columnitas que dan ritmo al lugar. De entrada, la misma pintura roja de referencia diferenciaba aquel edículo, haciendo perceptible desde lejos la rinconada del acceso que llevaba a su interior. Allí dentro, podía verse en pantalla grande el pase de una imagen en díptico con, a la derecha, un apiñamiento de cubos que representaban a toda velocidad una ciudad de casas superpuestas –como lo hacen los niños con los juegos de construcción– y, a la izquierda, se asistía a la progresión atlética de una mujer en pijama rodeando la fachada de un edificio, a la cual se agarraba como un escalador emérito y temerario. Sobre la pantalla de enfrente, ya que nuestra mirada se dirigía evidentemente hacia ella, podía parecer, en un primer momento, que se asistía a la misma escena aunque, si se esperaba el desenlace, se veía cómo, lamentablemente, la pobre mujer se despeñaba y desaparecía de nuestra vista tras haber cruzado la anchura inferior de la pantalla. Si la moraleja de estos dos cuentos quedaba a disposición de nuestros sentimientos (se compadece quien quiere, o aplaude por lo mismo…), no pasaba lo mismo con la elección de la percepción: uno u otro, pero nunca los dos a la vez, por imposible e impensable, fuera cual fuera el don de ubicuidad ocular del cual se podía desear gozar por un instante, o el doloroso tortícolis que hubieran podido provocar las contorsiones imaginarias e ilusorias que nos hubieran gratificado con una “doble vista”… Resumiendo, aquello podía generar una especie de frustración moderada por el fatum irónico del discurso, pero sobre todo por el asentimiento de su doble lección: o pasa, o se estrella. 

A decir verdad, y para ser preciso e insistir en las enseñanzas del dispositivo que describo tan minuciosamente, pasaba menos en la Villa Arson por una razón muy simple, aunque estructural: aquella obra se había presentado en una de las salas/recámaras del “museo” de la Escuela y una de las pantallas estaba apoyada sobre uno de los tabiques construidos para acompasar el lugar. Sólo una puerta más adelante, a la vuelta de un pasillo en forma de callejón sin salida, se accedía a la proyección de Les Jumelles. Lo digo de entrada: para mí, es una de las obras más logradas de Colomer, tal vez porque se encuentre entre las más evidentes, sencillas y explícitas. De nuevo, nos enfrentamos a una propuesta muy similar: dos vídeos sobre pantallas más bien grandes, cara a cara, y proyectados –al menos en aquella ocasión– en una habitación desnuda, más común que banal, una especie de “caja blanca” propia de los criterios de la museografía habitual, aunque estuviera totalmente pintada de rojo, como suele ser habitual con este artista. Uno, pues, se instala allí y, como está muy vacía, se sienta respaldándose contra una de las paredes libres de imágenes. Tal vez prevenidos por la jugada de la doble caída de Les Villes, miramos de reojo hacia un lado y, subrepticiamente, hacia el otro, y de nuevo a la derecha, y otra vez a la izquierda… para admitir de repente que las reglas del juego no parecen las mismas. 

Parada, pues, sobre la imagen, para leer del todo la escena que allí se urde. Backstage. Estamos en el interior de una platea, la de un anfiteatro oculto en parte por ropa colgada que hace las veces de pesadas cortinas de terciopelo carmesí que recortan uno de los bordes pero nos dejan entrever hileras de butacas más o menos desvencijadas. En una especie de acelerado, o más bien de gestualidad compulsiva, unas jóvenes se van vistiendo y desvistiendo ante nosotros, ocultas a su vez del público por las cortinas colgantes. Mientras, justamente, van entrando espectadores, potencialmente virtuales o virtualmente potenciales –hete aquí una vez más una de las famosas moralejas de sus relatos que Jordi deja a nuestro albedrío–, que se instalan en las gradas más cercanas y se disponen a esperar que empiece el espectáculo, en tanto que las dos actrices –tan virtuales como potenciales, etc.…– no acaban de enredarse entre trapos, vestidos, tutús y otras gabardinas, mientras que todo el mundo se ha marchado de la sala y que una de las gemelas, convertida en recogedora/acomodadora viene para recuperar la lencería que esos espectadores distraídos han dejado esparcida, y que las gemelas vuelven a salir, vuelven a agitarse tras la cortina, a intercambiarse y vestirse ropa que… y el bucle se enrolla, se devana, se tuerce y se destuerce de nuevo, hasta la saciedad. Y entonces hay que mirar hacia el otro lado para ver qué cuenta la película de enfrente y, doy crédito, es igual, pero igual del todo, idéntico, es la copia de, el déjà-vu ya… pero, entonces, ¿por qué no haberlo percibido desde el principio, entendámonos, desde el principio de la película tal como pensábamos verlo en una especie de anticipación, como en las películas de misma denominación, como la ciencia de una ficción que pudimos creer poder controlar alternando la mirada a derecha e izquierda en el acto? Por lo tanto, si es igual, basta con girar la mirada para ver la continuación de lo que acaba de arrancar aquí y, pues no, hay como una pizca de retraso, o bien es demasiado pronto, resumiendo, el timing no es el correcto, algo falla ¿o somos, pues, tan distraídos o tan resabidos que ya no sabemos ver, tantas son las imágenes que irrumpen y almacenamos con cierta lasitud en nuestro cotidiano (tele)visual? 

No, lo dije a guisa de preámbulo, es mucho más sencillo que todo eso. Las dos proyecciones apenas están desincronizadas, pero tan poco que, si queremos contenerlas juntas en el vaivén de la mirada, crean una ligera perturbación, cercana al sobresalto de una cámara caduca… 

Y entonces es cuando nos damos cuenta, y es pura lógica, de que somos los que sujetamos la cámara en cuestión, y que nuestra posición es, de hecho, la del director, la de los bastidores virtuales –o potenciales: una vez más, depende– desde donde se filma le que desfila ante nosotros, en estratos igual de lógicos: el proscenio y el auditorio. Desde entonces, Jordi ha realizado otras obras, que he evocado al principio del artículo. En Noisy, ha readaptado el dispositivo de entorno constituido por una pantalla y sillas diversas, y también ha dispuesto una serie de “esculturas/decorados” de cartón, que utiliza para las grabaciones filmadas. 

Esta presencia de elementos/reliquias ya había sido objeto de una presentación en el Creux de l’Enfer y la Ferme du Buisson, aunque en una disociación espacial, donde el abecedario en cuestión ocupaba una habitación única, para serlo igualmente. La obra más reciente, Le Dortoir, que filma según un movimiento ascendente-descendente los residentes de un piso dormidos tras una noche de ágapes, se apoya deliberadamente sobre la percepción de una colección de objetos fabricados –desde la cama hasta la silla, pasando por la cajonera– que oscilan, por su utilización, entre realidad y representación. Estos mismos elementos son objeto de codicias en la recuperación a la que se entregan los temerarios recicladores de Fuegogratis. O, más bien, frente a una imagen tal, nuestra capacidad dilatoria estaba reducida, circunscrita a la de simple espectador. 

Les Jumelles constituyen, para mí, la asunción de este límite, porque, más allá del acontecimiento que allí transcurre, su demultiplicación y las elecciones que nos imponen hacen que su realidad sea improbable sin nuestra participación, por muy limitada y pasajera que sea también. Con todo, al convidarnos así a algo más que a una simple receptividad y al recuento de todos los puntos, buenos y malos según los índices evaluativos actuales, esta obra, y casi la totalidad de las que ha realizado Jordi Colomer, nos resitúa lisa y llanamente en una experiencia cercana a lo vivido –¡y no a lo banal o cotidiano!– y activa una receptividad igualitaria en las diferencias que enuncia, de hecho no tan alejadas de nuestra cotidianidad –y no de lo vivido, en este caso, ya que éste sólo depende de la atención que otorgamos a la otra– similar a aquellas citadas Gauloises bleues que se descuelgan con un estrépito felizmente irrisorio en la observación política del mundo que debería ser el nuestro.