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Un nombre fuera de lugar
Jordi Colomer
Todo lo sagrado debe ocupar su lugar.
(Declaración de un indio pawnee recogida por Fletcher)
Uno de los últimos proyectos del arquitecto Rem Koolhaas consiste en desmontar un monumental silo de grano típicamente norteamericano para luego reconstruirlo, pieza por pieza, en tierras europeas, y así, una vez levantado de nuevo, analizar sus características y su funcionamiento en el Viejo Continente.
Quizás para restablecer el equilibrio entre ambos lados del Atlántico, y a pesar de que no exista relación conocida entre ambos proyectos, Martin Kippenberger ha ideado instalar una de las características entradas art nouveau del metropolitano parisino en cualquier punto de alguna extensión helada de la península de Alaska. El proyecto ha quedado, de momento y como el anterior, en comentario utópico por revisar.
En el año 1992, en aguas del Atlántico, una expedición privada de submarinistas repescó los 1.800 objetos que navegaron cuatro días, y luego naufragaron junto con la tripulación y los pasajeros del Titanic. Los herederos han tenido la oportunidad de recuperar sus humedecidas pertenencias familiares al cabo de 80 años imaginándolas en el fondo del océano. Sin embargo, antes tuvieron que desembolsar una modesta suma a la compañía suministradora, que podría zambullirse de nuevo y rescatar los 47 navíos de la corona británica que, provenientes de Egipto, cargados con sarcófagos y con algunas momias, fueron a descansar al fondo del Mediterráneo, mucho antes de amarrar en una sala del British Museum, o hacer puerto en la cripta del 13 Lincoln’s Inn Fields, residencia de Sir John Soane.
Sí que desembarcaron en Londres, en cambio, los frisos del Partenón, periódicamente reclamados por las autoridades griegas, convencidas, sólo a medias, de que algún día cruzarán las aguas en sentido de vuelta. Más al sur, en el norte de Lisboa, al lado de una gigantesca roca, un pequeño cartel reza la siguiente leyenda: "Desde 1851, adorna los jardines de Sintra, residencia estival de los monarcas portugueses, esta roca que paseó sus 14 toneladas al largo del camino que, desde la lejana China, la trajo hasta aquí".
Silos de grano, entradas del metro, relojes, joyas y chatarra del Titanic, sarcófagos, momias, frisos del Partenón y una roca de 14 toneladas, a siglos de distancia, se han desplazado de un lugar a otro. La llamada civilización occidental ha ilustrado la enciclopedia a base de traernos el mundo a casa, comprobando sus medidas. La ruta natural –lo sabemos– va desde los "Orientes" en dirección a Occidente. Koolhaas, en el caso citado, prefiere limitarse al amplio escenario del propio Occidente para dramatizar allí la historia del hijo pródigo (los EUA) de vuelta a casa: Europa.
Una odisea tal vez irónica, al igual que la acción de Kippenberger, quien, localizando en el desierto de hielo la entrada del metro parisino, multiplicó su carga cultural, abolió toda idea funcional y apuntó el viaje hacia el no-lugar. Robert Smithson advirtió de algunos de los peligros que podían encontrarse en este trayecto:
"Entre el lugar (site) y el no-lugar (non-site) podemos caer en “lugares” con poca organización y sin dirección". En rigor, en ambos dos proyectos mencionados, el gesto de encontrar o desplazar un lugar, a pesar de ser algo importante, no es lo central sino que es más bien el desplazamiento del objeto el que protagoniza la acción.
Otro alemán, Wim Wenders, en Tokio-Ga, un filme de homenaje al maestro japonés Ozu, rodado con una pequeña cámara portátil, relataba otro viaje casi idéntico: En el centro de Tokio vemos una hábil construcción de vigas metálicas remachadas de 300 m. de altura, una réplica exacta a escala real de la Torre Eiffel, un doble clónico plantado en plena metrópolis japonesa, como un colosal espejo de cara a París.
Algo fuera de lugar, como esta imagen especular, cobra siempre estatuto de realidad en Slumberland, el país de los sueños de Little Nemo, fundando un sistema lógico tan verdadero como cualquier otra lógica. En uno de estos sueños, el dictador del planeta Marte instaura un régimen de control omnipotente sobre las palabras, por el cual los ciudadanos están obligados a pagar una especie de impuesto por cada cosa que quieren decir. Cada palabra tiene un precio, y el uso de adjetivos o de palabras sentimentales, pues, se convierte en algo completamente prohibitivo. En Tokyo, el precio a pagar por el nombre de la famosa torre les hizo decidirse por cambiarlo: la Torre Eiffel de Tokyo se llama, lógicamente, Torre Tokyo, lo cual la hace sustancialmente distinta. Cambios de lugar, pero también cambios de nombre: Dos cosas que hacen cambiar las cosas. Damos por bueno el largo camino que nos ha conducido hasta aquí.
Hoy en día, la escultura adolece de un nombre fuera de lugar, un nombre que denota menos de lo que realmente abarca, y que nos obliga a encerrarlo entre “comillas” más de lo que debería ser necesario. Actualmente, el lugar es múltiple, y cada habitación cerrada (aún) en el interior de una disciplina, está condenada… a agotar su oxígeno. Si el lugar de la escultura es hoy el lugar personal de las amalgamas y de los desplazamientos, un lugar de intensa confluencia, entonces su nombre, desplazado respecto a sí mismo, ya no le corresponde. Deberá acercarse a ella con urgencia, y extenderse definitivamente, con un uso más ambicioso y abierto. Es decir que el nombre ha de ponerse en su lugar. Si, por lo contrario, se convierte en una carga, deberemos dejar caer el nombre de escultura, cerrado, al fondo del abismo. Y encontrarle otro.
Jordi Colomer
Barcelona, 1996
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