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BIBLIOGRAFIA (clicar aquí)
Tutta la città ne parla. Cecilia Guida
patadas en la calle, jordi colomer
¡Únete! join Us! Pabellón español 57 Biennale di Venezia 2017
Compañía. (2014) ignasi Duarte (La, re, Mi, La)
Jordi Colomer, Heroes (para mexico) (2011) Martí Peran
En los tejados, hasta donde alcanza la vista (2011) entrevista con Andrea Cinel
Avenida Ixtapaluca (houses for mexico) (2009) Martí Peran
Habitar el decorado (2008) Jordi Colomer
Debout les morts (2008) François Piron
en la pampa (o lágrimas de Dostoievski en el desierto) (2008) Martí Peran
Anarquía-arquitecton (2008) Marie-Ange Brayer
Entrevista Habitar el decorado (2008) Marta Gili
Sucesos (2008) Jacinto Lageira
Otras estrellas (2008) Christine Van Assche
Estrellas fugaces (2005) Eduardo Mendoza
De Picasso a Pikachu (2005) William Jeffett
Anarchitekton. Habitar el decorado (2006) entrevista con David Benassayag
Reverso, instrucciones de uso (2003) Jean-Pierre Rehm
Las 'Gauloises Bleues' de Jordi Colomer (2003) Ramón Tio Bellido
Blindness and insight (ceguera y visión) (1998) entrevista con José Luis Brea
Un nombre fuera de lugar (1996) Jordi Colomer

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Reverso, instrucciones de uso
Jean-Pierre Rehm
(catálogo ALGUNAS ESTRELLAS)


PAPÁ NOEL ha colgado los guantes. Tenía, sin embargo, una misión importantísima, con su traje rojo y blanco. Viajero impenitente, le incumbía encarnar primero la resurrección de la utopía mística de la cornucopia. Luego, le tocaba ingresarla en la cuenta de una moral mercantilista destinada a encauzar los niños hacia los éxtasis del consumo. En Père Coco, vídeo en bucle de cinco minutos de Jordi Colomer, nos cuesta mucho reconocerle, aunque podamos ir siguiendo sus célebres peregrinaciones en la ciudad de Saint- Nazaire, que hace las funciones de decorado proteiforme. Hete aquí a nuestro gran proveedor en la obligación de jugar un albur, de ir espigando a derecha e izquierda, en las aceras mismas, en los jardines públicos, en las áreas de aparcamiento, en los bares, en medio de una playa, en muelles desiertos, para poder abastecer su saco. Y eso sin contar que el saco mismo, esencial herramienta de trabajo y emblema necesario por definición, resulta ser, al principio del recorrido, fruto de un hallazgo. El resto de sus accesorios tradicionales es del mismo calibre. Sin trineo, pero forzado a vagar, recurre a los modestos medios de transporte que la providencia va dejando por su camino: bicicleta (que, sin embargo, entregará dócilmente en la Oficina de objetos perdidos), patinete, etc. Su gorro rojo se ha tornado casco de moto bermellón, y sólo podrá calzarse sus célebres botas, ahora de plástico azul petróleo, al cabo de una ya muy larga caminata. Aquí tenemos, claramente, nuestro Papá Noel empobrecido y convertido en un sin techo. Ya no otorga, está al acecho. Ya no hace aparecer por arte de magia objetos deseados y deseables, sino que con un gesto de recolector de detritus sustrae lo que han dejado tirado, perdido, olvidado. Ya no está directamente conectado con el Cielo, sino que espera en vano sus instrucciones desde un móvil abandonado en la oscuridad de la noche. Y los juguetes, gadgets, prendas de ropa y demás regalos potenciales que le van cayendo al azar de su deambulación se amontonan inútilmente en un saco que pudiera parecer cerrado con llave gracias al manojo que marca de forma significativa el punto en que el bucle de la película se repite. Aquella llave que, según toda lógica, abre una promesa –la promesa que el lenguaje de los cuentos llama cofre del tesoro– aquí cierra para volver a reanudar la irrisoria cosecha. Esto explica sin duda porqué el único niño que aparece se está marchando, prisionero de su gesto de despedida tras la ventana de un tren que se lo lleva a gran velocidad a otro lugar. Papá Noel boca abajo, éxodo de la infancia, objetos sin uso: no resulta difícil entender la lección. Resuenan aires pasolinianos: el consumismo está en quiebra, y sus pobres esperanzas devueltas al rigor del asfalto. Se puede ir siguiendo sin dificultad alguna el mismo hilo crítico en los demás trabajos de Jordi Colomer. Fuegogratis, Simo, Eldorado, Le Dortoir, etc. tratan cada uno a su manera de este universo donde la presencia de los objetos ha cambiado de sentido hasta el punto de invertir la naturaleza de su uso. Si en Claes Oldenburg los objetos se han hinchado magníficamente hasta adoptar en el espacio un tamaño que intimida, para desinflarse enseguida y perder su compostura, en Jordi Colomer queda la magia, pero su manifestación es más aleatoria. Y eso porque lo fantástico que intervenía en el trabajo de Oldenburg (desproporción, proyección fantasmagórica, etc.) pasaba por el empleo de recursos esculturales tradicionales: amplitud y desarrollo del volumen, naturaleza de los materiales. Para Colomer, el uso de la película ofrece una elasticidad de datos que combina el recuerdo de las performances y de su teatralidad, la fluidez temporal, un aumento de la flexibilidad plástica, resumiendo, es una herramienta que gana todas las apuestas cuando se trata de dar cuenta de la ocupación de un espacio y de sus diversos “habitantes” Pasemos por este filtro algunas de sus obras en revisión.
Fuegogratis: es el mobiliario completo de una casa ideal que una joven pareja típica extrae del fuego, o tira a la hoguera, depende –puesto que la escena, en realidad, se desarrolla al revés. Porque esta secuencia producida para el espacio de la Galerie de Noisy-le-Sec –una antigua residencia burguesa, caserón cargado de historia cuyo kitsch se duplica al encontrarse preservado, casi zoológicamente, en medio de unas afueras en plena renovación– también puede descifrarse como un alegre potlatch de la imaginería publicitaria imperante. Como bien sabemos, más que productos, ésta vende conductas, hábitos, incluso completas gamas de sentimientos. La pareja, unos patéticos Ken y Barbie de hipermercado, se alegra de la destrucción-nacimiento- por-arte-de-magia de todo el stock de mobiliario como “reserva afectiva”, mientras están al volante de una carroza dorada que se los lleva hacia la noche de su destino alumbrado por los faros. ¿Fuegogratis? Fogata, hoguera de las vanidades, hogar desde ahora carente de fe y espacio (“A la idea corrupta del trabajo corresponde la idea complementaria de una naturaleza que, según la fórmula de Dietzgen, ‘se ofrece gratis’ “, escribe Benjamin como conclusión a su undécima tesis Sobre el Concepto de Historia) O todo lo contrario: ¿rótulo de brasería de autopista (el tipo de letra se parece al del “Buffalo Grill” que, de forma siniestra, ilumina la noche en Père Coco), calor adulterado, escalofrío new age, oferta sobre la vida amorosa? Aquí resulta imposible resolverlo: el principio de inversión (del rodaje) socava cualquier estabilidad. O, mejor, imprime toda acción en la cera misma de un tiempo que no pasa. Se suponía que esta técnica de inversión del negativo prevenía el ojo de los efectos de la velocidad, y su uso fue sistematizado tanto por las vanguardias soviéticas (Vertov especialmente) como por Leni Riefenstahl (las célebres saltadoras de Olimpia) en los años 20 y 30. Lo que no se puede captar por su rapidez en plena acción se percibe mejor una vez visto, o visto de nuevo, al revés. Sin embargo, ese extraño postulado apenas enmascaraba que, para aquellas dos utopías totalitarias, se trataba en realidad de utilizar la progresión cinematográfica en sentido contrario al de su vocación: se trataba de atajar el paso del tiempo en beneficio de su eternalización. Dicho de otra manera: importaba menos descomponer minuciosamente esto o aquello (una hazaña deportiva, la cadena alimentaria, la mecanización del trabajo, etc.), cuanto, con muchísima más ambición, proveer los iconos modernos (cinematográficos, pues) de un nuevo reinado, que sí llevaba consigo la promesa de la durabilidad.
Tal vez no resulte incongruente a este respecto establecer la relación entre la propuesta de Fuegogratis y una escena semejante en Carretera perdida, de David Lynch. Por otro lado, podrían señalarse numerosas similitudes entre ambas obras: paralelismo de las luces en claroscuro, idéntica eficacia del ataque, tono general ligeramente enfático, misterio mantenido y jovial, erotismo enmarcado (puede leerse “Final Eros” sobre el jersey estilo payaso del personaje masculino portador de la típica gorra), sospecha alegórica que recae en cada gesto (Jordi Colomer hereda probablemente esto del cine de su compatriota Buñuel, a quien Simo rinde un homenaje explícito), etc. Con todo, de forma más específica, uno recuerda aquella secuencia tratada por Lynch como leitmotiv a lo largo de toda su película, hasta tal punto que da la réplica a los pasajes vídeo del interior doméstico del principio –una casa se va consumiendo al revés –: es la residencia oculta en pleno desierto del maestro diabólico. Ahora bien, toda Carretera perdida está construida alrededor de un enigma que podría sintetizarse así (y que, por cierto, corre en muchas otras obras del director): ¿por qué los Estados Unidos no se han liberado de sus años 50? ¿Por qué aquel momento de euforia económica, del baby-boom, de la guerra fría, es decir, del capitalismo americano (american way of life), se sigue proponiendo como una auténtica utopía y alternativa política, sigue siendo un fantasma tan terriblemente activo? La inversión de la cremación, así como todo el fundamento del guión de Lynch, que prohibe al tiempo su desarrollo progresivo, liberándose de sí mismo, señala que la Historia va al revés –o, al menos, está condenada a seguir a máquina parada alrededor de aquellos míticos años fundadores.
Que la casa de madera de Carretera perdida, como los muebles de cartón de Fuegogratis, aparezcan obviamente como motivos pertenecientes al cuento infantil, marca que ambas obras se refieren al tratamiento del tiempo histórico. Porque el cuento no se encarga de transmitir la resolución de una tensión, sino la exposición misma de un inexorable hiato entre sincronía y diacronía, entre la caída en el tiempo y su séquito de acontecimientos incontrolables, así como el sentimiento de su durabilidad en la experiencia, en el recuerdo, en el propio relato. Oposición, pues, de un realismo por defecto y de un onirismo utópico por exceso, que cualquier cuento procura no resolver, porque allí encuentra la oportunidad de unir lo que acaba de empezar (los niños, sus destinatarios: la promesa del tiempo que avanza) con lo que es muy antiguo (el saber narrativo: los que lo poseen y lo que protege).
Con semejante polaridad dolorosa juega, por ejemplo, Les Villes, dispositivo de una doble proyección que, para el espectador, resulta imposible de abarcar de forma simultánea. Le son propuestos dos guiones, casi idénticos en su referencia al filón del cine mudo cómico. En una pantalla, una figura que progresa peligrosamente por la fachada exterior de un edificio se desploma y se estrella en el suelo en medio del tránsito que adivinamos por su rumor. En la otra, la misma figura, tras una idéntica progresión, consigue entrar por una ventana y penetra, sana y salva, en el interior del inmueble, donde desaparece. Equilibrio entre el desastre y la salvación, coexistencia sobre todo de cada una de las hipótesis decisivas donde el espectador ha de enfrentarse a la irresolución; los dos personajes, el que se cae, el que se salva, son figuras arcaicas revisitadas por el trágico contemporáneo que se expresa mediante el gag. Llevan una carga muy pesada, la de permitir el conjunto de los posibles disponibles.
Por lo tanto, en la exposición de Noisy, no es casualidad si el vídeo que lindaba con Fuegogratis lleva por título Anarchitekton. Nos muestra un compañero de armas de Père Coco (¿se trata tal vez del mismo actor?) recorriendo las afueras de la ciudad, blandiendo, solitario como el manifestante de una causa perdida, una maqueta de cartón de arquitectura no construida, eco de los célebres módulos de Malevitch, en medio de edificios existentes. Sin contar con el uso común del cartón en Anarchitekton y en Fuegogratis, ese pobre material de bricolaje también utilizado para los proyectos arquitectónicos, la simetría entre ambas obras parece, sin embargo, flagrante. Por un lado, el sueño de edificación frente a su realidad; por el otro, el sueño de destrucción frente a su concreción. Pero la afinidad que relaciona los dos trabajos no se queda en la formalidad. Como en la lógica del cuento, el efecto producido por Anarchitekton es múltiple, equívoco incluso. Con la ayuda de la perspectiva y la focalización, la maqueta tiene en diversas ocasiones un tamaño idéntico al de los edificios, entre los cuales se erige como un manifiesto. Un manifiesto, pero ¿de qué? ¿Crítico? ¿Se trata acaso de apreciar la diferencia entre la miniatura y las pesadas construcciones de nuestras ciudades? ¿O, al contrario, sus similitudes? Conocemos el análisis de Dan Graham (y de otros) según el cual el programa moderno, las utopías arquitectónicas de vanguardia, fueron efectivamente realizados. Ese pobre protagonista de aspecto contestatario, ¿es entonces el hombre anuncio tristemente encargado de promocionar lo existente? ¿En qué se han emancipado las “nuevas ciudades” de un programa de servidumbre, contra el cual se suponía que luchaban? Sin embargo, no hay ninguna denuncia irónica en este vídeo. La “acción” que lleva a cabo nuestro manifestante solitario, Don Quijote y Sancho Panza unidos haciendo propaganda por futuros molinos, conserva toda su fuerza. Esa acción no vende un proyecto, recuerda la existencia de lo pequeño, la presencia de un contrapoder que prescinde de cualquier otro acto compulsivo que no sea el de una construcción en miniatura, y la devuelve a la deriva urbana, libre de cualquier enraízamiento. La arquitectura pasa a ser escultura móvil, enarbolada. El cuento de hadas de un país donde la arquitectura es liberada y liberadora (anárquica) sólo es posible a escala de maqueta, allí donde el proyecto se limita a designar el futuro sin desear darle forma, como ya lo habían ilustrado los trabajos de Dan Graham. 
Simo: son innumerables pares de zapatos que un personaje femenino en miniatura amontona en una habitación, de la cual sólo sale para traer más productos que acabarán apilados, hasta cegar su acceso. Como el personaje encarnado por Jacques Villeret en Soigne ta droite, de Godard, se atraca de mermelada marcando una glotonería regresiva que lo traga todo con un mismo apetito voraz. Bienes de consumo, espacio (su blanca habitación se encoge por la obstrucción que el único hurto de un personaje negro no basta para despejar), ciudad (una maqueta de edificio iluminada corona al final la montaña de sus inútiles compras), y, para acabar, todo el exterior, son así atesorados en desorden. La escalera de mano, eco de la columna del estilita de Simón del Desierto, de Buñuel, símbolo de elevación espiritual, es tirada al suelo al final de la película, y lanzada fuera de campo por el monstruito. La metáfora de la situación del mundo capitalista tienta lo suficiente como para no rechazarla: la enana aislada en su universo aseptizado y vano, cárcel estéril donde se hacinan tesoros de pacotilla, habla por sí sola.
Eldoradopone en escena un actor ciego que, en una habitación, se ensaña con todo el mobiliario, como si se entrenara para un largo y meticuloso saqueo cuyo horizonte parece ser la Destroyed Room, de Jeff Wall. Jauja, el país evocado por su título, esa utopía del consumidor de los orígenes, que celebraba la felicidad en forma de saturación, Jauja está averiado: ya ni siquiera la cantidad puede substituir la calidad –casi se trata de un combate de espacio vital, mantenido a ciegas.
En Le Dortoir, la cámara recorre las viviendas de los habitantes de un edificio cuyo profundísimo sueño parece velado por la masa de objetos dispersos que les rodean. Inspirado por un capítulo de La Vida: instrucciones de uso, donde Perec reemprende las extenuantes listas descriptivas iniciadas en Las Cosas, la película, siguiendo así la descripción de la novela, “podría ofrecer las clásicas imágenes del día después de la fiesta. (…) En el suelo, por todas partes, los restos del sarao.” Pero tal propuesta parece poder ejercer como estructura para el conjunto. Algo pasó, que ya es historia: sobrenadan reliquias, cuyo imposible significado ya no ataja el hacinamiento. También en Pianito, la forma exasperada e inútil de limpiar el polvo de un piano (ese instrumento de la interpretación por antonomasia) sólo sirve para acentuar la vanidad de su masa. Como en una obra de Beckett, este piano es la pareja de su instrumentista desocupado, y ambos sólo consiguen interpretar el concierto caótico de su final declarado bajo el polvo del tiempo que gana. Calma: resultaría de lo más reductor limitar los vídeos de Jordi Colomer a una única crítica de alcance sociológico. Ésta constituye, resulta evidente, el fondo inexcusable e inexorable. Pero si ha podido realzarse tanto la figura de Papá Noel, hasta imponerse como una alegoría genérica, es porque lleva consigo otros envites. Porque habrá quedado claro que, bajo los pingos de ese Papá Noel menesteroso, se esconde el artista que Jordi Colomer ha de interpretar. Además de un dispensador o, en el mejor de los casos, un espigador como Kurt Schwitters deambulando por Berlín en busca de pedazos de sus futuros Merz. Como en Schwitters –en que el collage conserva retazos de la vida anterior de sus componentes y se niega a situarlos en una armónica composición–, unas incidencias manifiestas y necesarias gravan las imágenes de Colomer. Sólo pueden estar desencantadas, forzadas a ser cómplices de la impotencia que atestiguan. Por lo tanto, si Jordi Colomer ha decidido decantarse por el material fílmico, cuando no cesa de reivindicar su condición de escultor (hasta tal punto que casi suena a broma), nunca lo hace para fabricar una consistencia imperiosa, no es nunca para sumir al espectador en la fácil hipnosis de una espectáculo arreglado y apto para el consumo. Se habrá observado que Père Coco está constituido por un fundido encadenado de imágenes fijas, a veces borrosas, pobres en encuadres o en escenografía. El andar del personaje resulta contrariado por su presentación sincopada. Sólo disponemos de cortos retazos de su recorrido, articulados con tanta dificultad como si se hubiera encargado de seguirle los pasos un detective distraído o novato. Como en La Jetée, de Chris Marker, la dimensión ilusoria de desarrollo en el tiempo y el espacio se ha suspendido; la preferencia se inclina por la visión entrecortada de imágenes en pausa. La fotonovela flácidamente dinamizada remite al estatus de un punto de vista que se convierte también en materia friable, borrosa y dependiente de su objeto. Cabe desplegar esta estrategia de contradicción de los puntos de vista y de su confusión plástica al conjunto del trabajo de Colomer. Entre el espacio, construido la mayoría de las veces, cerrado, teatral, y los movimientos de cámara que lo describen, se va exasperando una incomodidad que no alivia ningún tipo de reconciliación. Así, en Eldorado por ejemplo, la cámara va girando, encuadrando las agitaciones del actor al vuelo, como si ella también estuviera poseída por un ciego trance destructor. En Pianito, bruscos insertos rompen el contrato instaurado por el sketch para revelar el trucaje con que el actor pretendía engañarnos.
En Simo, el movimiento pendular del travelling lateral de ida y vuelta (figura coreográfica muy apreciada por Godard) entre la habitación y el exterior contribuye al difuminado de la dudosa partición entre privado y público, sumándose a los comportamientos neuróticos de su protagonista (¿quién no oye brevemente cómo suena el silbido de los célebres horrendos compases de M., el vampiro de Düsseldorf?, ¿acaso se habrá convertido el asesino de niñas en horrenda niñita a su vez?). La intrusa, la única despierta en Le Dortoir (exceptuando un obrero que sube por una escalera de mano silboteando –otra vez), la que se distingue de los cuerpos adormecidos que sobrevuela desde una suprema distancia, es la cámara. La libertad de sus desplazamientos por el aire le otorga el lugar de una subjetividad que la diferencia de esos durmientes inmersos en medio de sus objetos. Pese a su parecido con un producto cinematográfico industrial, el rodaje inverso de Fuegogratis se adscribe a esta misma lógica. Las reglas de tal dialéctica contradictoria oe circulación alterna tal vez se encuentre presentada en Les Jumelles. Aquí, una vez más, un travelling lateral recorre la platea de un teatro (la hermosa sala de butacas rojas de la Villa Arson), frente a los asientos de los espectadores. ¿Qué vemos? Asientos abandonados donde, como en un entreacto, se encuentran prendas de ropa que va recogiendo una acomodadora –aunque con una eficacia más evidente que la del Père Coco. Luego, deslizándose por sus raíles, la cámara nos descubre dos jóvenes (¿actrices?) frente a un espejo que las oculta de la sala. Comprobando su imagen reflejada, las jóvenes se van poniendo las prendas recogidas unas encima de otras. Mientras tanto, las gradas se van llenando de espectadores y del barullo de sus conversaciones. Una cosa substituye la otra y, durante esta acción, las chicas, invirtiendo sus gestos, se van despojando de los trajes superpuestos. La ida y vuelta del travelling permite unir en un mismo impulso algo que, sin embargo, se va intercambiando en otro eje: entre la sala y el escenario. La cámara se desliza por la frontera de dos espacios distintos, subrayando esa separación, fundamento esencial de toda retórica espectacular, que se llama representación. La duplicación, ésa es la regla, ha de protegerse de su modelo so pena de volverse ilegible. La cámara parece una mirada desde los bastidores (en primer plano aparecen telares, partes de decorado), como en la célebre subida de imagen hasta la maquinaria eléctrica en la escena de la ópera, en Ciudadano Kane. Sin embargo, mientras por un lado insiste sobre la división de los espacios, lo que la cámara muestra es más bien la circulación entre sala y escenario, aquí a base de prendas de ropa convertidas de golpe en vestuario teatral, una transformación que sólo ella puede discernir puesto que el espejo niega la reciprocidad de la mirada. ¿Quiénes son las gemelas? A primera vista: ambas jóvenes muestran efectivamente un gran parecido, aunque se van distinguiendo por sus sucesivos atavíos. ¿Son acomodadoras jugando a ser actrices? ¿Son actrices carentes de vestuario? O, acaso, esas gemelas, ¿no serán más bien la sala y el escenario, intercambiando incesantemente su posición, “alimentándose” mutuamente?
En una entrevista, Jordi Colomer evoca la “precaria situación del espectador” y, por otro lado, cita Noche de estreno, de Cassavettes, donde una actriz, y con ella la película, dejan de hacer, en el nombre del arte, la distinción entre lo fingido y lo sentido. Con todo, sería un error identificar un manifiesto estanislavskiano. Porque el objeto del espectáculo, aquí, no es tanto el intercambio de papeles o una ignorada complicidad, como la precariedad que une representación y representado, más allá del “espejo helado de la pantalla”, como puede aventurar Debord al comentar aquella imagen de una concurrencia petrificada en su In Girum Imus Nocte. En Pianito, como en La Répétition, lo que está realmente en juego es el desasosiego del actor. Desasosiego que no remite al éxito o al fracaso de su empresa (así, en Les Jumelles, lo ignoramos todo del posible espectáculo al que acude el público), sino a la simple decisión de exhibirse. Y por esta razón los decorados, las construcciones escenográficas realzadas por colores intensos y de específicas proporciones con que Colomer rodea sus proyecciones, no se destinan tanto a duplicar la teatralidad del conjunto, a enturbiar la distribución de las imágenes, como a protegerlas. El elemento propiamente escultural permanece presente como un recuerdo destinado a proteger sueños que ya no tienen fuerza para convertirse en realidad. Sólo bajo forma de un amasijo de juguetes de cartón, de cuyas instrucciones de uso ya no dispone nadie. Quedará por fabricar, como se pueda, frases más o menos tangibles con el material ofrecido por el Alfabet, para substituirlas, como escribe Perec al final del capítulo, a ese “frágil papiro que probablemente no lo superará nunca”.